July 22, 2013

El vlasovista ensangrentado

Recuerdo con vergüenza que, durante la conquista (es decir, el pillaje) de la bolsa de Bobruisk, yo iba por la carretera entre camiones alemanes destrozados y volcados, alrededor de los cuales se desparramaba un exuberante botín de guerra, cuando escuché gritos de socorro en una hondonada. Allí, en medio de coches y carros atascados, deambulaban sin rumbo los caballos de tiro alemanes y humeaban unas hogueras hechas con trofeos apilados. «¡Señor capitán! ¡Señor capitán!». En un ruso perfecto, me estaba pidiendo protección un soldado que marchaba a pie, con pantalones alemanes, desnudo de cintura para arriba, con la cara, el pecho, los hombros y la espalda ensangrentados, mientras un sargento del contraespionaje que iba a caballo lo acosaba con el látigo y le echaba el animal encima. Fustigaba sus carnes desnudas a latigazos y no permitía que se diera vuelta ni que pidiera auxilio; lo iba empujando a golpes, marcando en su piel nuevas cicatrices rojas.

¡No estábamos en las guerras púnicas ni en las médicas! Cualquier persona que tuviera autoridad, cualquier oficial de cualquier Ejército del mundo, tenía la obligación de detener aquella tortura arbitraria. Cualquier oficial de cualquier Ejército, sí, pero ¿también del nuestro, con la feroz y absoluta dicotomía con que veíamos a la humanidad? (Si no estás con nosotros, si no eres de los nuestros, etcétera, solo mereces el desprecio y la muerte). Pues bien, me acobardé de tener que defender a un vlasovista ante un sargento del contraespionaje, no dije ni hice nada, pasé de largo como si no lo hubiera oído, para que esa peste reconocida por todos no se me pegara a mí. (¿Y si el vlasovista fuera un supercriminal? ¿Y si el sargento cree que yo...? ¿Y si...?). Más sencillo aún para el que conozca el ambiente de entonces en el Ejército: ¿qué caso le hubiera hecho un sargento del contraespionaje a un capitán?

Con cara brutal, el sargento continuó azotando y acosando a aquel hombre indefenso, como si fuera ganado.

Esta escena se me quedó grabada para siempre. En realidad, es casi un símbolo del Archipiélago, podría ilustrar la cubierta del libro.


Alexander Solzhenitsin, Archipiélago Gulag, primera parte, cap. VI.

July 20, 2013

Caramelos


«Aunque [Kathleen Turner] nació en una granja de Misuri, es evidente que conoce la lengua [española]. Su padre era diplomático, y a los pocos meses de nacer ella, previo paso por Canadá, se instalaron en La Habana, donde vivían cuando Fidel Castro tomó el poder en 1959. “Un día la maestra nos pidió: ‘Cierren los ojos y récenle a Dios para que les dé un caramelo’. Lo hicimos, abrimos los ojos y no había nada. Entonces nos dijo: ‘Cierren los ojos y pídanselo a Fidel Castro’. Lo hicimos, y al abrir los ojos teníamos un caramelo. La maestra nos preguntó: ‘¿Quién os quiere: Dios o Fidel?’. Fue mi último día en la escuela cubana”. La situación para los norteamericanos en La Habana se volvió insostenible, y en pocas semanas tuvieron que escapar de la isla».

July 11, 2013

Ali

Muhammad Ali entrenando bajo el agua (Flip Schulke, Miami, 1961)

July 03, 2013

Las cuáqueras que protestaban desnudándose en público en el siglo XVII

Murray N. Rothbard cuenta en Conceived in Liberty (capítulo 29, «Suppressing Heresy: Massachusetts Persecutes the Quakers») cómo a mediados del siglo XVII «la teocracia puritana de Massachusetts» persiguió a los cuáqueros, que eran arrestados, privados de comida, azotados, mutilados, desterrados y colgados.

Uno de los casos que narra es el de «la desafortunada Elizabeth Hooton, una mujer entrada en años que había sido la primera cuáquera de Inglaterra».

Este es el pasaje:

Elizabeth prácticamente había ido a pie desde Virginia hasta Boston, donde fue inmediatamente encarcelada, llevada a la frontera y abandonada en tierra silvestre, desde donde fue a pie hasta Rhode Island. Tras volver navegando a Boston, fue arrestada y llevada en barco a Virginia. Luego de ser perseguida en Virginia, fue a Inglaterra. Habiendo obtenido un permiso especial del rey para construir una casa en las colonias americanas, navegó de nuevo hasta Boston. Massachusetts se negó a permitir que los cuáqueros se reunieran en su casa, y ella se fue a los prometedores pueblos del río Piscataqua. En Hampton la encarcelaron, y en Dover la encarcelaron y la pusieron en el cepo. Luego, Elizabeth Hooton regresó a Cambridge, donde la arrojaron a una mazmorra en la que la tuvieron dos días sin comida. Al enterarse de sus sufrimientos, un cuáquero le llevó algo de leche, por lo cual Elizabeth fue multada con la onerosa suma de cinco libras. A pesar de la carta que el rey le había dado, Elizabeth recibió diez latigazos, luego fue llevada a Watertown y azotada otras diez veces, y finalmente fue atada a una carreta en Dedham y azotada por el pueblo con diez latigazos más. Al cabo de todo este sufrimiento, fue abandonada a la noche en el bosque, desde donde se las arregló para ir a pie hasta Seekonk, y desde allí hasta Newport.

Increíblemente, no obstante su sangrienta odisea, Elizabeth Hooton no se rindió. Regresó una vez más a Cambridge, donde, luego de ser agredida verbalmente por un grupo de eruditos de Harvard, fue azotada por tres pueblos hasta la frontera de Rhode Island. Sin embargo, Elizabeth regresó nuevamente a Massachusetts para dar testimonio de su fe. De nuevo le dieron diez latigazos, la encarcelaron, la azotaron atada a una carreta por tres pueblos más y la abandonaron en el bosque. Volvió a ir a Boston, la expulsaron a latigazos otra vez y la amenazaron de muerte si regresaba. Pero Elizabeth siguió regresando, y las autoridades no se animaron a ir más lejos. La expulsaron a latigazos de varios pueblos más, y de nuevo fue a pie hasta Rhode Island.

En protesta contra estos castigos, muchas mujeres cuáqueras empezaron a aparecer desnudas en público, como un “signo desnudo” de la persecución, comportamiento por el cual fueron —por supuesto— azotadas por los pueblos.